jueves, 12 de noviembre de 2009

La insolencia

Comparto con ustedes este artículo que puede servirnos para la reflexión.  El Dr. Mario A. Rosen es médico argentino, educador, escritor, y empresario exitoso. Tiene 63 años. Socio fundador de Escuela de Vida, Columbia Training System, y Dr. Rosen & Asociados. Desde hace 15 años coordina grupos de entrenamiento en Educación Responsable para el Adulto. Ha coordinado estos cursos en Neuquén, Córdoba, Tucumán, Rosario, Santa Fe, Bahía Blanca y en Centro América. Médico residente y Becario en Investigación clínica del Consejo Nacional de Residencias Médicas (UBA). Premio Mezzadra de la Facultad de Ciencias Médicas al mejor trabajo de investigación (UBA). Concurrió a cursos de perfeccionamiento y actualización en conducta humana en EE.UU. y Europa. Invitado a coordinar cursos de motivación en Amway y Essen Argentina, Dealers de Movicom Bellsouth, EPSA, Alico Seguros, Nature, Laboratorios Parke Davis, Melaleuka Argentina, BASF.

En mi casa me enseñaron bien. Cuando yo era un niño, en mi casa me enseñaron a honrar dos reglas sagradas:


Regla N° 1: En esta casa las reglas no se discuten.  Regla N° 2: En esta casa se debe respetar a papá y mamá.  Y esta regla se cumplía en ese estricto orden. Una exigencia de mamá, que nadie discutía. Ni siquiera papá. Astuta la vieja, porque así nos mantenía a raya con la simple amenaza: “Ya van a ver cuando llegue papá”. Porque las mamás estaban en su casa. Porque todos los papás salían a trabajar. Porque había trabajo para todos los papás, y todos los papás volvían a su casa.   No había que pagar rescate o ir a retirarlos a la morgue. El respeto por la autoridad de papá (desde luego, otorgada y sostenida graciosamente por mi mamá), era razón suficiente para cumplir las reglas.


Usted probablemente dirá que ya desde chiquito yo era un sometido, un cobarde conformista o, si prefiere, un pequeño fascista, pero acépteme esto: era muy aliviado saber que uno tenía reglas que respetar.  Las reglas me contenían, me ordenaban y me protegían.  Me contenían al darme un horizonte para que mi mirada no se perdiera en la nada, me protegían porque podía apoyarme en ellas dado que eran sólidas y me ordenaban porque es bueno saber a qué atenerse. De lo contrario, uno tiene la sensación de abismo, abandono y ausencia.


Las reglas a cumplir eran fáciles, claras, memorables y tan reales y consistentes como eran “lavarse las manos antes de sentarse a la mesa” o “escuchar cuando los mayores hablan”.    Había otro detalle, las mismas personas que me imponían las reglas eran las mismas que las cumplían a rajatabla y se encargaban de que todos los de la casa las cumplieran. No había diferencias.  Éramos todos iguales ante la Sagrada Ley Casera.


Sin embargo, y no lo dude, muchas veces desafié “las reglas” mediante el sano y excitante proceso de la “travesura” que me permitía acercarme al borde del universo familiar y conocer exactamente los límites.. Siempre era descubierto, denunciado y castigado apropiadamente.  La travesura y el castigo pertenecían a un mismo sabio proceso que me permitía mantener intacta mi salud mental. No había culpables sin castigo y no había castigo sin culpables.  No me diga, uno así vive en un mundo predecible.


El castigo era una salida terapéutica y elegante para todos, pues alejaba el rencor y trasquilaba a los privilegios. Por lo tanto las travesuras no eran acumulativas. Tampoco existía el dos por uno. A tal travesura tal castigo. Nunca me amenazaron con algo que no estuvieran dispuestos y preparados a cumplir.   Así fue en mi casa y así se suponía que era más allá de la esquina de mi casa.   Pero no. Me enseñaron bien, pero estaba todo mal.  Lenta y dolorosamente comprobé que más allá de la esquina de mi casa había “travesuras” sin castigo, y una enorme cantidad de “reglas” que no se cumplían, porque el que las cumple es simplemente un estúpido (o un boludo, si me lo permite).


El mundo al cual me arrojaron sin anestesia estaba patas para arriba. Conocí algo que, desde mi ingenuidad adulta (sí, aún sigo siendo un ingenuo), nunca pude digerir, pero siempre me lo tengo que comer: "la impunidad". ¿Quiere saber una cosa? En mi casa no había impunidad. En mi casa había justicia, justicia simple, clara, e inmediata. Pero también había piedad.


Le explicaré: Justicia, porque “el que las hace las paga”. Piedad, porque uno cumplía la condena estipulada y era dispensado, y su dignidad quedaba intacta y en pie. Al rincón, por tanto tiempo, y listo... y ni un minuto más, y ni un minuto menos. Por otra parte, uno tenía la convicción de que sería atrapado tarde o temprano, así que había que pensar muy bien antes de sacar los pies del plato.


Las reglas eran claras. Los castigos eran claros. Así fue en mi casa y así creí que sería en la vida, pero me equivoqué. Hoy debo reconocer que en mi casa de la infancia había algo que hacía la diferencia, y hacía que todo funcionara.


En mi casa había una “Tercera Regla” no escrita y, como todas las reglas no escritas, tenía la fuerza de un precepto sagrado. Esta fue la regla de oro que presidía el comportamiento de mi casa:   Regla N° 3: No sea insolente. Si rompió la regla, acéptelo, hágase responsable, y haga lo que necesita ser hecho para poner las cosas en su lugar.


Ésta es la regla que fue demolida en la sociedad en la que vivo. Eso es lo que nos arruinó. LA INSOLENCIA. Usted puede romper una regla -es su riesgo- pero si alguien le llama la atención o es atrapado, no sea arrogante e insolente, tenga el coraje de aceptarlo y hacerse responsable. Pisar el césped, cruzar por la mitad de la cuadra, pasar semáforos en rojo, tirar papeles al piso, tratar de pisar a los peatones, todas son travesuras que se pueden enmendar... a no ser que uno viva en una sociedad plagada de insolentes. La insolencia de romper la regla, sentirse un vivo, e insultar, ultrajar y denigrar al que responsablemente intenta advertirle o hacerla respetar. Así no hay remedio.


El mal de todos es la insolencia. La insolencia está compuesta de petulancia, descaro y desvergüenza. La insolencia hace un culto de cuatro principios:


 - Pretender saberlo todo
- Tener razón hasta morir
- No escuchar
- Tú me importas, sólo si me sirves.


La insolencia en mi, país admite que la gente se muera de hambre y que los niños no tengan salud ni educación. La insolencia  en mi país logra que los que no pueden trabajar cobren un subsidio proveniente de los impuestos que pagan los que sí pueden trabajar (muy justo), pero los que no pueden trabajar, al mismo tiempo cierran los caminos y no dejan trabajar a los que sí pueden trabajar para aportar con sus impuestos a aquéllos que, insolentemente, les impiden trabajar. Léalo otra vez, porque parece mentira. Así nos vamos a quedar sin trabajo todos. Porque a la insolencia no le importa, es pequeña, ignorante y arrogante.


Bueno, y así están las cosas. Ah, me olvidaba,  ¿Las reglas sagradas de mi casa serían las mismas que en la suya?  Qué interesante. ¿Usted sabe que demasiada gente me ha dicho que ésas eran también las reglas en sus casas? Tanta gente me lo confirmó que llegué a la conclusión que somos una inmensa mayoría. Y entonces me pregunto, si somos tantos, ¿por qué nos acostumbramos tan fácilmente a los atropellos de los insolentes? Yo se lo voy a contestar. PORQUE ES MÁS CÓMODO, y uno se acostumbra a cualquier cosa, para no tener que hacerse responsable. Porque hacerse responsable es tomar un compromiso y comprometerse es aceptar el riesgo de ser rechazado, o criticado. Además, aunque somos una inmensa mayoría, no sirve para nada, ellos son pocos pero muy bien organizados. Sin embargo, yo quiero saber cuántos somos los que estamos dispuestos a respetar estas reglas.


Le propongo que hagamos algo para identificarnos entre nosotros. No tire papeles en la calle. Si ve un papel tirado, levántelo y tírelo en un tacho de basura. Si no hay un tacho de basura, llévelo con usted hasta que lo encuentre. Si ve a alguien tirando un papel en la calle, simplemente levántelo usted y cumpla con la regla Nº 1.  No va a pasar mucho tiempo en que seamos varios para levantar un mismo papel. Si es peatón, cruce por donde corresponde y respete los semáforos, aunque no pase ningún vehículo, quédese parado y respete la regla.   Si es un automovilista, respete los semáforos y respete los derechos del peatón.   Si saca a pasear a su perro, levante los desperdicios. Todo esto parece muy tonto, pero no lo crea, es el único modo de comenzar a desprendernos de nuestra proverbial INSOLENCIA. 


Yo creo que la insolencia colectiva tiene un solo antídoto, la responsabilidad individual.. Creo que la grandeza de una nación comienza por aprender a mantenerla limpia y ordenada. Si todos somos capaces de hacer esto, seremos capaces de hacer cualquier cosa.  Porque hay que aprender a hacerlo todos los días.  Ése es el desafío. Los insolentes tienen éxito porque son insolentes todos los días, todo el tiempo. Nuestro país está condenado: O aprende a cargar con la disciplina o cargará siempre con el arrepentimiento.


¿A USTED QUÉ LE PARECE? ¿PODREMOS RECONOCERNOS EN LA CALLE ?


Espero no haber sido insolente. En ese caso, disculpe.

domingo, 25 de octubre de 2009

Aborto: ni moderno ni racional



Gonzalo Zegarra Mulanovich, editor de “Semana Económica”, la revista de negocios más importante de nuestro país, publica este interesante artículo que lo dejo a su consideración.

No, no pienso invocar ni a Dios ni a la Iglesia. Voy a invocar tan sólo la razón. La Iglesia ordena a su grey (sin ánimo de ofender, deberían repensar el término, pues literalmente significa un conjunto de borregos). Yo aspiro a convencer a ciudadanos libres y pensantes. Enfatizo la primera persona porque escribo a título personalísimo. Aunque mi trabajo es establecer la línea editorial de Semana Económica (SE), me abstengo de hacerlo en esta ocasión en parte porque SE no necesita tener una línea editorial sobre este asunto –es una revista de negocios– y en parte porque estoy seguro de no representar en estas líneas el consenso ni del equipo periodístico a mi cargo ni de mis directivos (sencillamente porque tal consenso no existe, cada uno piensa distinto y respeto profundamente esas opiniones). Pero no puedo evitar emprender el intento de ayudar a reconducir este debate tan intenso como apasionado hacia los fueros de los conceptos y la lógica, y alejarlo de los sentimientos y sobre todo de la fe.

Porque esta no es una cuestión de fe, sino de consecuencia. Los defensores de liberalizar el aborto han sido muy efectistas (y efectivos) al pintar la penalización como una posición cavernaria por anticuada, e irracional por cucufata o confesional. En contraposición, el libreabortismo aparecería como moderno y racional. Pero no lo es.

El aborto es pre-moderno

El aborto no tiene nada de moderno. Se practica desde siempre. La tolerancia con el aborto también existe desde siempre. En Occidente, está conceptualizada –y nada menos que en términos teológicos– por lo menos desde el siglo XIII, cuando Santo Tomás de Aquino sostuvo que el alma se adquiere a 40 días de la concepción y por tanto abortar antes no es homicidio. Esa argumentación escolática (“la calidad humana se adquiere en algún momento entre la concepción y el nacimiento”) es evidentemente medieval y por tanto premoderna, pero tiene eco en ciertas facciones del abortismo actual, como veremos más adelante. Y además tiene consecuencias prácticas, pues fundamenta la opción de aquellos países que permiten el aborto irrestricto antes de los tres meses de gestación. El más destacado de esos países es Estados Unidos. La sentencia en el caso Roe versus Wade, piedra angular e ícono del abortismo norteamericano, de hecho se sustenta en afirmar que desde siempre las leyes estadounidenses y anglosajonas han tolerado el aborto (en los estadios incipientes del embarazo); por tanto, en un sistema jurídico basado en precedentes el aborto no podría devenir a posteriori en inconstitucional. Así, pues, no es verdad que el libreabortismo sea un triunfo (reciente) de la modernidad o de la evolución del pensamiento. El argumento de Roe vs. Wade es que hay que seguir permitiendo el aborto porque siempre fue tolerado, y así elude por todos los medios afrontar el dilema ético-jurídico y ético-político (no religioso) que la sociedad democrática, laica y liberal de hoy ciertamente enfrenta: desde cuándo la vida humana merece protección del Estado y por qué. Una decisión tan trascendente merecería estar sustentada en una argumentación lógica mejor lograda. Pero no se puede, porque la única forma de racionalizar el aborto es afirmar (lo que supone, tarde o temprano, demostrar) que lo que se aniquila con el aborto no es humano. Y eso es imposible, como veremos más adelante.

El abortismo no es racional

Ahora bien, la situación legal en EEUU (con su minimalismo constitucional) es del todo distinta a la de, por ejemplo, el Perú. La carta de los padres fundadores norteamericanos no alude ni directa ni indirectamente a la protección del nasciturus. La Constitución peruana, en cambio, es inequívoca: “El concebido es sujeto de derecho en todo cuanto le favorece” (Artículo 2 inciso 1). Tal afirmación normativa implica que el concebido tiene derechos pero no obligaciones, y esa regla no tiene propósito ni función más importante que proteger al concebido del aborto. ¿De qué otra manera se podría favorecer más al feto que evitando que sea abortado? ¿Cómo podría ser favorecido el concebido –que es lo que manda la Constitución– si su vida mereciera menor protección que la de cualquier otro sujeto de derecho? Peor aun, ¿cómo podría ser cumplido este mandato constitucional si aceptamos que la ley subordine la vida del concebido al bienestar de la madre?

En efecto, el abortismo plantea con gran habilidad que estamos ante un conflicto de derechos. Pero omite precisar que son derechos de jerarquía distinta. Salvo en el aborto terapéutico (ya –correctamente– despenalizado y cada día científicamente más improbable) no estamos ante la fórmula clásica de la legítima defensa: “mato para (sobre)vivir”, sino ante su versión desnaturalizada: “mato para vivir mejor” (o menos mal). No se prefiere una vida sobre otra. Se prefiere cierta calidad de vida sobre la vida misma.

Desde luego que los defensores inteligentes del aborto (como la Corte Suprema de EEUU en Roe vs. Wade) evitan deliberadamente la discusión sobre la vida. “No hay que llevar el debate a ese campo” sentencian al tiempo que invocan desgarradores testimonios y desesperanzadoras cifras estadísticas. Pero, racionalmente, es ahí donde se debe librar la discusión. Es ese (y no otro) el dilema secular moderno de las sociedades democráticas.

Y es que no se puede ser consecuente (o sea, racional) y decir –como lo dice la Constitución peruana– que la vida humana es un valor supremo, pero sólo si ya salió del útero. No se puede sostener racionalmente que la humanidad (en el sentido de calidad humana o pertenencia a la especie) se adquiere con el nacimiento o con cualquier otro accidente (en el sentido de contingencia que le ocurre a un sujeto). Ni el tamaño ni el tiempo del concebido son constitutivos de humanidad (como creía Santo Tomás). Se es humano no por salir del útero ni por medir tanto o pesar cuanto. Tampoco por tener cierta apariencia, o tener brazos o piernas o cerebro siquiera (los animales también tienen cerebro). No hay un soplo de vida en algún momento entre la concepción y el nacimiento que nos vuelva humanos. La humanidad no es accidental, sino esencial. Científica y racionalmente no existe duda de cuándo se configura esa esencia. No hay duda de que antes de la concepción hay un espermatozoide con una carga genética y un óvulo con otra. Son elementos separados y distintos. Cuando se fusionan dan lugar a un nuevo y distintivo ADN humano, una unidad química programada para convertirse en un sujeto igual a cualquiera de nosotros. No se le tiene que agregar nada exógeno para ello. Sólo tiene que transcurrir el tiempo y producirse el espontáneo desarrollo de su potencia ya contenida. O sea, todo lo que ocurre después –crecer, formarse, etc.– no es esencia, sino accidente. Y la humanidad no puede racionalmente residir en una característica accidental. Eso no es fe. Es razonamiento puro.

Y eso es todo lo que la ciencia puede decir; y ya lo dijo. La ciencia no puede decir si el aborto es aceptable o no. Esa es una decisión moral (no necesariamente religiosa) y política. La moral (pública) y la política son racionales (aunque no necesariamente científicas). Es racional la posición ética que respeta colectivamente la continuidad esencial de la vida humana. Pero nos han hecho creer que no lo es. Nos han convencido de que sostener que la concepción marca el inicio de la vida es ceder al pensamiento mágico y entregarse a una creencia esotérica. Discrepo. Para mí, lo esotérico es creer que por arte de magia se adquiere la humanidad (o la dignidad humana) a los tres meses desde la concepción (no se sabe por efecto de qué sustancia o actividad metafísica). También me parece irracional creer que la mutación de ciertas células (para convertirse en tejido cerebral o lo que sea) es constitutivo de humanidad, y por tanto desencadena el derecho del concebido a la protección del Estado. No hay nada científico ni racional en eso. La humanidad no puede situarse más que en el origen y la esencia. La persona no deviene humana. Se constituye como tal desde el inicio.

Si esto es así, está claro que no soy libre de decidir si aborto, porque al hacerlo estoy afectando una vida equivalente a la mía. Y no puede bastar con invocar agnosticismo o ateísmo para librarme de esa verdad, como no puedo librarme de la ilegalidad de un homicidio invocando que no creo en el quinto mandamiento. O que no creo en la humanidad de los judíos.

Al margen de lo que diga la religión, la sociedad laica tiene que decidir desde cuándo protege la vida. No puede tapar el sol con un dedo y dejar de manera facilista que cada uno decida por su cuenta y riesgo si aborta o no. Tal cosa sería aceptable si el aborto no supusiera la eliminación de un tercero. De un igual. Y es que el concebido, como hemos visto, es un igual. Sólo que no parece.

Competencia de sentimentalismos

¿Por qué protegemos legalmente a los materialmente desprotegidos frente a un eventual crimen? Porque nos ponemos en su situación. Porque queremos que, estando nosotros en esa situación, se nos proteja. Es la consecuencia y expresión de la igualdad ante la ley. Respetamos en general los derechos del otro como garantía de que se respetarán también los nuestros. Para eso el otro tiene que ser visto como un igual, tiene que haber una razonable expectativa de que el atropello al otro haga más probable el atropello propio. Si no hay diferencia cualitativa que justifique la expectativa de un trato diferenciado, respetar y defender el derecho del otro es defender el derecho propio.

Pero si hay una desigualdad estructural que hace razonable la diferencia, el atropello al otro no nos pone en riesgo. Eso es lo que pasa entre la persona humana y el concebido. Mientras más improbable es estar en la situación de la víctima, menos la protegemos.

En el caso del aborto es sencillamente imposible que estemos en la posición del abortado. No hay testimonio posible de un abortado que desate nuestra emotividad e identificación. Nadie (ningún nacido) corre el riesgo de que lo aborten. Por eso el concebido no es considerado un otro ni un igual, como lo es, en mayor o menor medida, la víctima de cualquier otro delito. Como lo es, por cierto, la propia madre abortante. Sufrimos su testimonio, su vergüenza, su desgracia y nos podemos poner más fácilmente en su situación que, por ejemplo, en la del feto. Todo este razonamiento no pretende ni remotamente minimizar el drama de la madre. Todo aborto es una tragedia, y muy intensamente para la madre. Pero no hay que olvidar que es una tragedia con dos víctimas. Hay que reconocer esta realidad, porque el debate público tal como está planteado suele concentrarse en una sola de ellas (o la madre o el feto, excluyentemente). El problema es que la vida del concebido no deseado constituye la infelicidad de la madre. Y si aceptamos esa vida, tenemos que aceptar aquella infelicidad. Y no queremos, porque tal infelicidad nos resulta más cercana, por ser más fácilmente perceptible, que la aniquilación del feto. El abortado es más fácil de esconder, o ignorar, que la madre-víctima.

Por eso es que no hay quien defienda al concebido en concreto en ningún caso. Sus defensores son ideológicos, genéricos, abstractos. Racionalmente, la sociedad que aspira a ser justa tendría que hacer el esfuerzo de imaginarse su situación. John Rawls, el filósofo más influyente del Occidente moderno (reciente), sostiene que cualquier teoría de la justicia tiene que ser planteada bajo un “velo de ignorancia” sobre la futura situación de quien la plantea en ese sistema. O sea, que cualquier regla social debe ser pensada como si uno pudiera caer en la situación de mayor desventaja posible en relación con la aplicación de esa regla. Yo creo que eso se debe aplicar al aborto. Hay que diseñar las reglas jurídicas como si uno pudiera ser abortado. También como si uno pudiera ser abortante (incluso violado, etc.). Pero en todos los casos eso supone que entre ser infelices y morir, preferiremos vivir infelices. Al menos como regla general. Lo contrario (preferir morir que ser infeliz) es excepcional.

The Economist acaba de reportar sobre un informe que evidencia que la legalización del aborto tiende a reducir la cantidad de abortos efectivamente practicados. Katherine McKinnon, feminista norteamericana radical y gran defensora del aborto sostiene que en un mundo ideal el aborto sería libre e infrecuente (porque habría información y libertad para que las mujeres eviten los embarazos no deseados). En un mundo ideal, diría yo, no habría aborto. Pero estamos lejos de ese ideal por muchas razones, y una de ellas –muy importante– es la falta de libertad sexual de las mujeres. Por eso no puedo simpatizar con la posición clerical en materia de procreación.

Me consuela, sin embargo, saber que la tecnología nos irá acercando poco a poco al mundo ideal. Y algún día, acaso no muy lejano, los úteros artificiales harán innecesario el aborto. Entre tanto, muchas mujeres seguirán abortando, cada una bajo su drama particular. Tal vez nos enteremos de esos dramas o tal vez los ignoremos. Pero con seguridad ignoraremos el drama del abortado. A pesar de eso, nos seguiremos sintiendo modernos y racionales.


miércoles, 21 de octubre de 2009

Inseguridad ciudadana



                          
Es muy preocupante el aumento de los hechos delictivos y de la criminalidad en nuestra provincia: robos y arrebatos en las calles a plena luz del día, comercialización de drogas, venta de licores a menores de edad, peleas callejeras por exceso de alcohol, proliferación de bares de dudosa reputación, entre otras cosas, hacen que nuestra ciudad se haga menos segura para vivir, por eso considero que es muy importante la iniciativa y compromiso del señor Jorge Brignole de empezar una cruzada en contra de la inseguridad ciudadana y del alarmante crecimiento de las pandillas juveniles en nuestra provincia, convocando a través de su programa televisivo a debates sobre el tema con autoridades políticas, religiosas, policiales, así como con los jóvenes de nuestra ciudad y público en general, a fin de poder encontrar alternativas de solución a estos graves problemas sociales que afectan a nuestra provincia. Ojala que su ímpetu por apoyar esta causa no lo haga caer en un afán de protagonismo que ensombrecería los logros que pudiera alcanzar en esa tarea.

El pandillaje en Cañete se está extendiendo lamentablemente como una plaga, cada vez se hace más frecuente las violentas peleas callejeras entre bandas juveniles que causan zozobra en la población, por lo que es muy importante encontrar soluciones para eliminar este problema social que afecta a nuestra sociedad, tratándose con mayor énfasis los temas de EDUCACIÓN, CULTURA, TRABAJO Y DEPORTE, que son los principales encaminadores para la formación de nuestros jóvenes.

La seguridad ciudadana es tarea del Gobierno, de las autoridades locales y de la policía, nosotros los vecinos solamente apoyamos esta labor, por lo que debemos exigir el cumplimiento de sus funciones y obligaciones y la elaboración de planes y estrategias para erradicar estos graves problemas sociales que aqueja a nuestra ciudad.

Deseamos que Cañete sea una ciudad tranquila para vivir, por nuestro bien y el de nuestros hijos.


viernes, 16 de octubre de 2009

Tocando al Intocable

En nuestra provincia de Cañete, desde un tiempo a esta parte, se observa un interesante desarrollo periodístico, el mismo que se manifiesta por el creciente número de medios noticiosos escritos, radiales, televisivos y virtuales.

En este contexto destaca notoriamente el programa “MC Noticias”, que se emite diariamente por una radio local, el mismo que basa su estructura en el análisis de la actualidad local, comentándose las noticias más resaltantes que suceden en la ciudad de Cañete y en nuestra región en general, realizando investigaciones y análisis sobre hechos que atañen a la sociedad cañetana y dando a conocer las voces de sus protagonistas. La interacción es una constante en este espacio, que utiliza como soporte principal la participación del público mediante el contacto telefónico, para opinar sobre algún tema en cuestión, formular preguntas o hacer denuncias, creando un ambiente de participación ciudadana.

El programa noticioso dirigido por el periodista Gustavo Calderón Caycho, de larga trayectoria y experiencia periodìstica, tiene la colaboración de Rubén Auqui Cáceres, a quien se le identifica por sus comentarios mesurados y objetivos; Jorge Brignoli Santolaya, temperamental y controvertido panelista quien se caracteriza por su vehemencia y arrogancia -que a veces linda con la descortesía- sin que esto desmerezca sus cualidades como comunicador social, y su permanente actitud crítica abocada a la investigación; la señora Isabel Sánchez Vila, más conocida como “Chavela", carismática panelista de amplia experiencia en la labor informativa; y completando el equipo el novel Jhon Anderson, quien colabora como locutor y reportero. Los matizados juicios y criterios personales de cada uno de ellos hacen de este programa un noticiero dinámico, ameno y veraz que goza de mucha popularidad y sintonía en la población cañetana, manteniendo un liderazgo de opinión, que le permite ser uno de los mejores programas periodísticos de Cañete. Aunada a mis felicitaciones por tal logro, considero conveniente también tomarme la libertad de hacerles llegar algunas sugerencias, que a mi modesto entender, podrían tomar en cuenta para corregir algunos errores y lograr una mejor comunicación con sus radioyentes:

El buen uso del lenguaje: Corregir y evitar los errores gramaticales, como la redundancia por ejemplo, falta en el que incurren frecuentemente todos los integrantes del Programa. Es frecuente escucharles decir: “vuelvo a repetir” o “vuelvo a reiterar”, lo que realmente resulta un tormento para el oído. En el transcurso de la entrevista realizada a la señora Rufina Lévano, el señor Jorge Brígnole dijo textualmente: “se lo vuelvo a repetir dos veces”, lo que ya resulta por decir lo menos, una barbaridad. Repetir es volver a hacer o decir algo, por tanto es redundante decir “vuelvo a repetir”. La forma correcta es: como vuelvo a decir, o lo repito, o lo reitero. También es común escucharles decir la frase: “en mi opinión personal”, lo que también resulta incorrecto, ya que todas las opiniones son personales, o también “tengo el grato placer de comunicarles”, ya que no hay un placer que no sea grato. Asimismo, he notado que el señor Calderón hace uso constantemente de la palabra "carambas" lo que resulta un vicio verbal poco agradable y el que debiera evitar. Creo que una de las funciónes del buen periodista es también educar, por tanto es su responsabilidad prepararse y capacitarse para lograr una buena comunicación, difundiendo de manera correcta el buen uso de nuestro idioma. Hay que enseñar con el ejemplo.

Tener mayores consideraciones con sus invitados o participantes, ya que muchas veces interrumpen su intervenciones o los hacen esperar en el teléfono para hacer el ingreso de un llamada del público, que muchas veces no son relevantes, cuando lo correcto sería esperar a que termine de expresarse sobre el tema en cuestión para después permitir la comunicación telefónica del público, para las preguntas o comentarios correspondientes, dándole una mayor objetividad, orden y claridad al espacio.

Identificar al público que participa telefónicamente antes que su llamada salga al aire, requiriéndole obligatoriamente su nombre y DNI, para que su participación sea más fehaciente, evitándose de esta manera comentarios poco éticos o el agravio a las personas aludidas con denuncias, que en muchos casos se realizan sin prueba alguna. Considero ese detalle muy importante en aras de la credibilidad del Programa y la transparencia y veracidad que debe prevalecer siempre en un programa periodístico.

Finalmente, creo que en labor de los periodistas y comunicadores sociales se debe tener siempre como principio la tolerancia y el pluralismo como ejes de la democracia, escuchando y respetando siempre la opinión de los demás y manteniendo siempre el compromiso social con transparencia y coherencia ética, así como la fiscalización pública honesta.

Reitero mis felicitaciones por el Programa, esperando continúen trabajando con la responsabilidad, objetividad y veracidad que vienen mostrando.

jueves, 15 de octubre de 2009

Rudimento


Hoy es mi primera aparición en este mágico y fascinante mundo virtual, desde este pequeño espacio, de donde intentaré hacer conocer de alguna forma, mis impresiones, ideas, pensamientos, opiniones y comentarios sobre sucesos en general, especialmente los que se susciten en nuestro querido Cañete, y que escribiré en cuanto el tiempo y las circunstancias me lo permitan.  Espero que el contenido que vaya apareciendo en este Blog sea del agrado de ustedes.   Gracias por visitar, leer y/o dejar su comentario.